Pilato volvió a entrar en el pretorio, llamó a Jesús y le dijo: “¿Eres tú el rey de los judíos?”. Respondió Jesús: “¿Dices esto por ti mismo u otros te lo han dicho de mí?”. Pilato replicó: “¿Acaso soy yo judío? Tu gente y los sumos sacerdotes te han entregado a mí. ¿Qué has hecho?”. Jesús contestó: "Mi reino no es de este mundo. Si mi reino fuera de este mundo, mi guardia habría luchado para que no fuera entregado a los judíos. Pero mi reino no es de aquí". Pilato entonces le dijo: “¿Luego... ¿tú eres rey?”. Jesús respondió: “Tú lo dices: soy rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad. Todo el que es de la verdad, escucha mi voz”. Pilato le dijo: “¿Qué es la verdad?”.
Y dicho esto, salió de nuevo adonde estaban los judíos y les dijo: “Yo no encuentro en él ninguna culpa. Es costumbre entre vosotros que por Pascua ponga a uno en libertad, ¿Queréis pues que os suelte al rey de los judíos?”. Entonces gritaron otra vez, diciendo: “¡A ese no, a Barrabás!”.
Barrabás era un bandido.
Entonces Pilato tomó a Jesús y lo mandó azotar. Jn 18, 33-40; 19, 1
Jesús podía haber sido flagelado por la ley judía, que prescribía 39 latigazos. Pero cuando el Evangelio dice “Pilato tomó a Jesús” significa que aceptó su causa bajo jurisdicción romana. La ley romana preveía la flagelación para los condenados a muerte, que recibían el castigo mientras se dirigían al lugar de ejecución. No tenía más límite que el dejar al reo con vida, para que pudiera ser ajusticiado según la ley. Sin embargo, también se prescribía la flagelación como castigo ejemplar. Este fue el caso de Jesús, puesto que Pilato no quería condenarlo a muerte: “Le daré un escarmiento y luego lo soltaré” Lc 23, 16.
El castigo se practicaba usualmente con el flagrum taxilatum, un látigo compuesto de mango de madera y tres correas terminadas en bolas de plomo o huesos, generalmente astrágalos de carnero. La misión de estas bolas era rasgar la piel y lesionar los músculos ligados a los huesos del tórax. El conjunto de correas y bolas no sólo escoriaban la piel de varias formas, sino que también producían lesiones en los riñones y el hígado, con lo que las funciones vitales se veían seriamente comprometidas.
El reo caía bañado en su propia sangre, mientras aparecían los síntomas de hipovolemia, es decir, bajo volumen de sangre en los vasos, lo que provoca constricción de los mismos unida a taquicardia, y disnea, o sea, dificultad para respirar. Ambos derivan en lesión pleural y la consecuente pericarditis. La respiración se hace jadeante y nerviosa, mientras el corazón se acelera en medio de un profundo y constante dolor.
No obstante los verdugos procuraban dejar libre de castigo la zona próxima al corazón, para evitar la muerte rápida del reo. Todo el resto del cuerpo era castigado sin piedad. El trabajo solía recaer en soldados rasos, que actuaban en pareja, y con relevos en caso de flagelaciones largas, dado el esfuerzo que suponía aplicar el castigo. El reo solía atarse a una columna baja, lo que le obligaba a mantener una postura encorvada, hasta que le fallaban las piernas por la pérdida extraordinaria de sangre.
El Hombre de la Sábana Santa muestra las señales de estos latigazos propinados con el flagrum taxilatum, que dejan no menos de 120 golpes, cada uno de los cuales produce a su vez la triple lesión de los taxiles. Estos golpes se reparten por todo el cuerpo, con preferencia en la espalda, pero también por brazos y piernas y en la parte anterior del torso, excepto en la zona pericárdica.
La marca de los nervios o correas del flagrum y la dirección de la triple lesión de las bolas hendidas, probablemente de plomo, han permitido concluir a los forenses que las han estudiado que los verdugos fueron dos, situados uno a cada lado, por detrás, siendo uno más alto que el otro.