Después de esto, José de Arimatea, que era discípulo de Jesús aunque oculto por miedo a los judíos, pidió a Pilato que le dejara llevarse el cuerpo de Jesús. Y Pilato lo autorizó. Él fue entonces y se llevó el cuerpo. Llegó también Nicodemo, el que había ido a verlo de noche, y trajo unas cien libras de una mixtura de mirra y áloe. Tomaron el cuerpo de Jesús y lo envolvieron en los lienzos con los aromas, según se acostumbra a enterrar entre los judíos. Había un huerto en el sitio donde lo crucificaron, y en el huerto, un sepulcro nuevo donde nadie había sido enterrado todavía. Y como para los judíos era el día de la Preparación, y el sepulcro estaba cerca, pusieron allí a Jesús. Jn 19, 38-42.
Los cuatro evangelistas hablan de la sábana en que había sido amortajado Jesús, pero es de nuevo San Juan, testigo presencial de los hechos, el que lo narra con mayor precisión. En efecto, José de Arimatea, sanedrita, dueño del sepulcro y discípulo oculto de Jesús, es el que solicita el cuerpo a Pilato. Nicodemo, el discípulo que lo visitara de noche, trajo alrededor de cien libras de mirra y áloe, productos muy caros y en gran cantidad, propios para un enterramiento real. Jesús fue amortajado como un rey.
Juan habla de que lo envolvieron en los lienzos. Por el pasaje siguiente al que aquí se cita sabemos que, al menos eran tres: el sudario, la sábana y, sin duda, la tira que se arrancó de la sábana para asegurar la envoltura del cadáver.
Para la ley romana un crucificado carecía de los derechos de una persona y, por tanto, de dignidad. Su cuerpo podía colgar de la cruz por tiempo indefinido. Pero ante la autoridad judía, Jesús, aunque blasfemo y reo de muerte, era un rabino. De acuerdo con la tradición judía, un cadáver no debe permanecer expuesto a la vista y debe enterrarse lo antes posible. Esta responsabilidad compete a la familia cercana, madre, hijos, hermanos, cónyuge. Éstos quedan exentos de impureza al manipular al difunto, por su obligación de prepararlo.
Todo cadáver debe limpiarse y purificarse para que se presente limpio a la resurrección del último día. La familia de Jesús era, en el momento trágico del Calvario, su Madre, María, su nuevo hijo adoptivo, Juan, y las mujeres que le siguieron desde Galilea y constituían su familia de hecho.
Como primera medida, a Jesús, ya atravesado por la lanza pero todavía crucificado, se le cubrió la cabeza con un sudario de lino, una vez retirada la corona de espinas. Se trata de un pañuelo grande, prenda usual para enjugar el sudor, que solía llevarse atada a la muñeca.
Era frecuente en los entierros judíos velar la cabeza del difunto con un sudario, como se comprueba por el entierro de Lázaro. Pero, además, era obligado hacerlo cuando el rostro estaba desfigurado. Y, en todo caso, es comprensible que la familia quisiera velar el rostro del ejecutado, para preservar su dignidad.
El paño conservado en la Catedral de Oviedo mide 83 x 53 cm. Se le colocó al crucificado doblado sobre sí mismo en sentido longitudinal y cosido a la cabellera. Este lienzo se manchó de sangre por contacto, en primera instancia; luego, al colocar el cadáver en decúbito y sobre el suelo, se produjo un vómito de sangre y suero, que una mano trató de interrumpir apretando nariz y boca.
Sabemos que el sudario adoptó tres posiciones. La primera, como se dijo, en la cruz. La segunda, ya en el suelo, extendido para que envolviera toda la cabeza y anudado sobre ella en la parte de arriba, como un cartucho. La tercera, ya en el sepulcro, donde se le extraería tirando de él, quedando el paño con el nudo en el extremo.
Nono de Panópolis, escritor egipcio del siglo V, en su Paráfrasis del Evangelio de San Juan, narra así la entrada de Pedro en la tumba vacía: “Vio los lienzos juntos en el suelo vacío y la tela que envolvía la cabeza con un nudo en la parte de atrás de la cabellera”. Cuando el arte comienza a registrar los lienzos en la tumba, en torno al siglo X, el sudario suele representarse, en efecto,